Archivo de enero, 2014

Cuento: EL VIEJO DEL SACO

Posted in personajes with tags , , on 1 enero 2014 by Cristhian

Publicación del primer cuento al blog:

El “Viejo del Saco” ya no acecha mi portal.

Me porte bien o me porte mal, no hay temor.

Tampoco cosechas en verano.

Sus ojotas no estampan la huella Good-Year en el barro.

Se ha ido en Transantiago,

con mochila en la espalda y zapatos de PVC.

Se ha ido camino a una faena en construcción.

Asustando a otros niños de algún novel “Plan Cuadrante”.

 

¡Ya, los que van pa’ Lira!

En La Campana, con esas palabras, sentenciada estaba el fin de la gloriada pausa. Tres oscuras siluetas en el rincón mas apartado del local, comenzaban con intermitentes movimientos a concluir su inanimada presencia.

Yo niño, los observaba parapetado tras el mesón y las vitrinas. Hacía poco tiempo mi abuelo a regañadientes me permitía ayudarle ha servir cañas. Estaba algo grande, casi más alto que el mesón. Pronto podría cortar el queso, bombear aceite y hacer los cambuchos de azúcar. Claro esos trabajos eran palabras mayores.

Los gallanes refunfuñando apuraron sus cañas frescas. Salvo el mayor, un viejo menudo y enjuto que lento sorbía incesante hasta atrapar el último concho del vaso.

También con parsimonia, pero fiel a su rito republicano, una vez saciada la sed musitó ¡Muerte a Franco! Palabras de ese viejo español que era jornalero en las parcelas no sé dónde y no sé porqué.

De esa mentada “Guerra Civil Española” muy poco conozco, todo de rebote. Nos llegó a Chile en el Winnipeg, por Neruda y de rebote. Horneando marraquetas, vendiendo tornillos, rebosando cultura, cantando cantares. Y se quedó, fondeada en Valparaíso renaciendo en copihues. De rebote por García Lorca, y Machado, tras la Historia de Chile que escribió un Castedo ya desembarcado como a otros hispanos, avecindado y agradecido

De esa guerra conozco poco, todo de rebote. Allí murieron hombres buenos (como todos los muertos). Hombres buenos por ambos lados perdieron (como en todas las guerras).

La conocí de rebote y de niño en el almacén de mi abuelo, con las palabras de ese viejo republicano que enterró a toda su familia en campos de Castilla.

Derrotado en la defensa de Madrid salvó de ser fusilado nada más que “por convicción”. Por improvisado tribunal de guerra, cinco habían sido los ya ajusticiados ¿Por qué estás aquí? le interrogaron ¡Por convicción! gritó decidido. Entonces ante sus palabras altivas, quizás más por capricho que convicción un sargento Franquista lo libró del paredón. Salvo la vida, mas en esa guerra a toda su familia perdió.

Desolado, como tantos otros, partió al fin del mundo lejos de toda guerra y en este fin de mundo, tierra de rebotes y guerras difusas, hoy reposan sus huesos. No hubo en este fin de mundo cañas suficientes que mitigaran su dolor.

 ¡Ya, ya cabritos que se les va el carro!

Mi abuelo no era de muchas risas y perdía la paciencia fácil.

Los parroquianos del almacén comentaban que el segundo personaje, largo y erguido había sido un gran banquero, un hombre exitoso que se enamoró de una artista bohemia. Ella era de piel canela, ojos verde esmeralda. Poseedora de una sonrisa cautivante que se le había adentrado en su corazón hasta la locura más delirante.

Cuentan que en sus tiempos de abundancia, motivado por su amor alucinado, encargó para ella, al afamado arquitecto Smith Solar la construcción de un palacete Art Decó en el mejor terreno de Avenida España. El mismo día de la inauguración ella partió de su lado. En busca del “engrandecimiento personal”, le dijo. “Quizá sólo por unos meses, al volver verás una mejor mujer”, concluyó. Y él se quedó en su letargo, esperando, esperando. Los años pasaron, su traje de banquero se fue gastando y rasgando. Día a día esperando, gastándose, apagándose. La mejor mujer no regresó, triste se alejó de su opulencia, de la ciudad y su opulento maletín en pala se tornó.

Unos dicen que pocos años después se ahogó en las aguas del Tranque. Atrapado por un remolino de arena o rendido a la realidad del amor no correspondido.

Otros, por el contrario, aseguran haberlo visto partir emocionado en un auto con chofer, por El Mariscal calle abajo, junto a una dama muy elegante vestida de riguroso blanco. Sin duda una mejor mujer.

¡Los que van pa’ Lira!

Repitió mi abuelo, esta vez con voz parca y una mano en la asidera de la cortina.

Dos de los hombres ya enfundados en viejos abrigos y sacos harineros anunciaban su partida devolviendo las cañas vacías, juntando las chauchas adeudadas.

Permanecía en el rincón el más joven y al mismo tiempo el más oscuro de ellos, a diferencia de los demás no labraba la tierra, su oficio era blanco, era lechero. En la alborada del día recorría todas las parcelas sobre un triciclo repartiendo leche fresca y templada.

Era rojo, encorvado, tosco, de pelo negro por constante mojado. Pese a vivir existencias paralelas, nunca cruzamos palabra. Nada supe de su origen, era de hablar corto y sonrisa escasa.

Quizá no tenía razones para sonreír o para entregar palabra, mas a mi me regaló una inolvidable alegría. En esos años de niño, en día próximo a Navidad, envuelto en diario dominguero me obsequió unas ojotas hechas por él a mi medida. Ojotas con las que corrí por camellones y acequias durante todo un verano que permanece atesorado en mis recuerdos sepia.

Mi abuelo me decía, se llama Llemilao, viene del sur, es Mapuche y oculta una pena. Los Mapuches que yo conocía eran pocos, todos aguerridos. El primero un Lautaro con cintillo de cuero, ojos claros y torso perfecto protagonista en una producción franco hispana de “La Araucana”. Otro de bronce, se erguía altivo tras las escalinatas del Santa Lucia. Los restantes ilustraban láminas de historia en mi álbum Mundicrom; Colo-Colo, Lautaro, Caupolicán, Galvarino, todos aguerridos.

Llemilao no, carecía de garbo, creció entre riñas callejeras. Llemilao nunca perdió nada pues nunca ganó. Y en cada derrota ante una ciudad hostil su mirada se perdía, su pena crecía.

Años después tras largos silencios, escasas sonrisas y ocultas penas, su triciclo lechero quedo varado a la rada de una cantina. Ese día embriagado de esas ocultas penas se alejó a tumbos por empedrada senda.

Su cuerpo a tientas buscó barro en el barro. El vidrio inerte blanquirojo de sus ojos una vez más y por última vez no encontró montañas amables en el horizonte. Por una eternidad arrastró el triciclo, por una eternidad lo arrastró el triciclo. Sus sueños no murieron, nunca soñó. En el ocaso su cuerpo desplomado se fundió en el barro bajo la lluvia.

Una pena milenaria empujó vanamente sus huesos hacia su tierra.

Al Arauco que quiso y nunca conoció, en pos del Canelo donde reposar.

¡Ya señores a Lira a Lira! Que mi comida está servida

Gritó mi abuelo golpeando con su boina la baranda de salida.

¡Ya partiste, Amado Nervo! ¡A Lira, todos pa’ Lira!

¡A Lira, pa’ Lira los boletos!

Los tres parroquianos tomaron rumbo a ese carro que nunca partía, rumbo al Lira que no conocían. Paso a paso en su salida se iniciaba la metamorfosis del día. Tres sombras grises, vertiginosas se apoderaban del camino. Y el sol casi sin vida, suplicante, me permitía mirar algo de su destino.

Sin alcanzar al sol perdido, las tres siluetas se alejaban alargándose calle abajo. Oscurecido ya, la noche era proclamada por un solo de cortina. Cerrado estaba el establecimiento.

Como profetizado en “Lo que Cuenta el Viento” tres “Viejos del Saco” iniciaban sus tropelías cazando niños porfiados y niñitas mal vestidas.

Quizás sea bueno aquí complementar, años antes de esta historia, antes de embarcarse con boliche camas y petacas, calle Bascuñán al fondo se emplazaba “La Campana”. Mi abuelo fue desde siempre almacenero.

El carro en mención, cruzaba de borde a borde ese Santiago antigüo. ¡Los que van pa’ Lira! Clamaba la boletera aferrada sobre la pisadera. Mi abuelo, antes joven, no fue a Lira, más bien partió hacia el otro extremo. A tierras prometedoras del sur de Santiago, a los campos lejanos y verdes de La Pintana.

A esa tierra llegaron hombres de negro y de blanco, hombres alegres o tristes, esperanzados o rendidos, pero al fin, todos ellos, hombres buenos con una historia por venir.

Antes de concluir, que quede bien sentado en acta. ¡Nunca creí en cucos!

Más por si las dudas, en mis años noveles, a los “Viejos del saco” siempre les serví sus cañas bien llenas.

Fin.